Descripción
Regalarme unos patines a los seis años había sido una broma de mal gusto. Luego de sangrientas trayectorias cuesta abajo en las calles de mi barrio, fui animada a visitar un salón de patinaje donde choqué mis meniscos contra la pista unas diecisiete veces. Lamentablemente, después llegó la adolescencia. A pesar de haberme jurado nunca más pisar un salón de patines, ahí me hallaba a los 14 años, intentando no hacer el ridículo, por lo que me senté en innumerables fiestas de cumpleaños con los patines puestos, sin dar un mínimo paso por más de dos horas.
Nadie entiende todavía cómo logré bailar desde ballet clásico hasta danza contemporánea y afrocaribeña sin ningún rasguño. Mi querido ortopedista me prohibió terminantemente arriesgarme en el flamenco, aún así me atreví sobre algún tablao en unas vacaciones en Valencia, donde la luna no me accidentó por una vez, mas si lo hizo la salida del sol en París.